Una triste y gris mañana de otoño, Ana y Manuel, un joven matrimonio, se dirigieron a un chalet que estaba a la venta en las afueras de la ciudad. Era grande y algo antigua, aunque la familia que vivía actualmente en ella la había restaurado. Llegaron a la casa y picaron a la puerta. Aguardaron fuera bajo la fina lluvia que comenzaba a caer, hasta que por fin, unos segundos más tarde que a ellos se les hicieron eternos, oyeron unos pasos en el interior de la casa. Una niña muy pálida, con aspecto de estar enferma o de haberlo estado recientemente, les abrió la puerta y les saludó educadamente: - Buenos días, señores. ¿Qué desean? - Buenos días, pequeña -contestó amablemente Manuel-. ¿Están tus padres? Veníamos a ver la casa. - No, no están. Pero pasen, que yo misma les enseñaré la casa. Ana y Manuel aceptaron, aunque les parecía extraño que los padres de la niña le dejaran invitar a desconocidos a su casa cuando no estaban ellos. La niña, vestida con un simple camisón blanco y caminando descalza, les enseñó la casa. A ellos les pareció muy bonita, y decidieron preguntar el precio. - ¿Tardarán mucho tus padres, pequeña? -preguntó Ana. La niña se encogió de hombros y contestó: - No lo sé. Pueden esperar aquí un rato hasta que vuelvan, si quieren. Aceptaron, y la niña les invitó a que se acomodaran en el salón mientras ella les preparaba algo para beber. Les preparó un té, y ellos, después de beberlo, esperaron aún un ratito más. Como los padres de la niña no volvían, decidieron marchar y volver en otra ocasión. Así que se despidieron de la niña y le agradecieron su amabilidad. - Toma -dijo Manuel, tendiéndole un trozo de papel-. Es nuestro número de teléfono. Cuando vuelvan tus padres, dáselo y diles que estuvimos aquí viendo la casa. Salieron, y la puerta se cerró suavemente tras ellos. Ahora llovía mucho más, y encima se había levantado la niebla, de modo que no vieron a los padres de la niña hasta que casi se chocaron con ellos, al lado de la puerta del jardín. Parecían muy tristes, y vestían enteramente de negro. - Buenos días, señores -saludaron-. ¿Venían a ver la casa? -preguntó el padre-. Lo sentimos mucho, teníamos asuntos pendientes que no podíamos dejar de lado... Pero pasen, pasen, que les enseñaremos la casa. - La culpa es nuestra -contestó Manuel- por no haber llamado antes para avisar... Pero no pasa nada, ya hemos visto la casa, y tenemos que decir que nos ha gustado mucho, es preciosa... Queríamos igualmente preguntarles por el precio. Al escuchar estas palabras, los padres de la niña se asombraron y la madre exclamó: - ¿¡Pero cómo han entrado!? - Nos abrió su hija, y ella misma nos enseñó la casa, fue muy amable... - Eso es imposible -contestó asustado el padre-. Acabamos de regresar del entierro de nuestra única hija, que falleció anoche por un terrible catarro, por culpa de dejar la ventana de su cuarto abierta mientras dormía... |
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